Para el trabajo me pongo unos zapatos de mi mamá. Apenas llevo mes y medio allí y ya apestan horrible. Intento solucionarlo usando calcetines. Chivi, con sutiles ganas de ayudar, nos regaló (Lucha padece de lo mismo) uno de esos talcos desodorantes. Igualmente lo utilizo…
Son unos mocasines cafés con tacón de aproximadamente seis centímetros. Café con un chorrito de leche, el color; y con parte de gamuza. No están mal: yo, la abuela, los arruino con eso de los calcetines.
Con ellos caminaba aquel día. Había subido las escaleras, avanzado en la fila, sentádome en la mesa, deglutido el menú del día, y preparábame para devolver la bandeja y los platos sucios.
Algo falló. Entre el suelo grasiento, mis tobillos fallucos y el tacón traicionero, me encontré flotando en cámara lenta, razonando la pérdida de equilibrio y futureando el doloroso desenlace correspondiente.
Hice lo que pude por evitarlo: reboté contra la barra de panes y especias y aterricé en el dispositivo para bandejas y cubiertos, con los brazos abiertos y mis residuos (culinarios, corporales y espirituales) entre ellos.
El jefe, en la fila para comer, ante semejante ruido y movimiento, preguntó: ¨Te resbalaste?¨ … y siguió su camino. Yo: ¨Je…je…+ smile¨ (y en mi mente: ¨du-uh!¨), mientras ordenaba a mis piernas dejar de temblar, comprobaba que los pies aún me respondieran y le aceptaba a doña Sandri la escoba y el recogedor.
Saldo total: un plato roto, un tobillo tronchado y recordar, como buenamente aconseja la Señora Pura Vida, lo benéfica que resulta la capacidad de reírse de uno mismo.